miércoles, 16 de noviembre de 2016

Prólogo de Arecuna



Los mejores recuerdos quedan grabados en la memoria del corazón”
          
            —¡Juan Josué!, Mírate, estás guapísimo —dice efusivamente.
Le sonrío a la señora de cincuenta y pico de años que me mira con orgullo. De inmediato me abraza y me ofrece una cálida bienvenida.
            —Gracias, Mery.
            —¿Hoy es el gran día? —Cuestiona y yo asiento—. Entonces vamos, está en su habitación, no pierdas más tiempo.
Mery comienza a caminar por el largo pasillo y la sigo hasta la puerta número 25. Estoy algo nervioso, siempre que vengo a verla imagino los diferentes escenarios que pueden ocurrir.    
            —¿Algún cambio? —Pregunto.
            —No, ninguno —asiento al escucharla—. Si me necesitas ya sabes dónde encontrarme.
Entro a la habitación y ahí está, sentada en una silla observando por el gran ventanal. La miro por unos instantes, parece sumergida en sus pensamientos.
            —¿Se puede? —Toco la puerta para no asustarla.
            Se gira y frunce el ceño en un gesto de desagrado, le molesta mi presencia.
             —No quiero tomar más pastillas.
            —No te preocupes Teresa, no soy doctor.
            No le estoy mintiendo porque técnicamente eso ocurrirá hasta que me den el título, más específicamente en unas horas. Ladea un poco la cabeza y su gesto cambia en el momento en que nota que estoy vestido de traje, o tal vez es porque ve la caja que traigo en la mano.
            —Está bien, pasa.
            Me siento en una silla que está cerca de ella y la miro.
            —Quise venir y traerte un regalo —le muestro la caja con dulces—. Un pajarito me dijo que te gustan mucho.
            —¿Pajarito? Más bien será un loro chismoso.
Me río.
            —Bueno… pajarito, loro, guacamaya. Lo importante es que te traje un regalo ¿Lo aceptas?
            —Las guacamayas son hermosas —sonríe—. Sí, lo acepto.
            De la caja saco una tartaleta de fresa, los ojos le brillan e inmediatamente se la lleva a la boca sonriendo. Sé cómo ganármela, en estos años he aprendido la forma de acercarme a ella. No puedo pedirle que me recuerde, no hay forma de hacerla comprender pero… lo que sí puedo es hacerla feliz aunque sea por unas horas; incluso si luego de dos o tres días ella ya no recuerda nada de esto. Ella ha olvidado quien soy yo pero yo sabré siempre quien es ella.
—Este dulce es mi favorito. Solo hay una persona en la vida que sabe cuánto me gustan.
 Teresa cierra los ojos saboreando la crema, siempre hace lo mismo mientras lo come y dice…
—No hay mal que dure 100 años ni pena que las fresas no curen —me río. Eso, eso dice siempre—. Esa mujer debe ser una gran persona.
—Es la mejor donde quiera que esté —susurro y sigo viéndola sonreír—. La extraño muchísimo… ¿Sabes? Si pudiera, hoy le diría: ¡Me gradué! ¡Y conseguí ese título en tú honor!
—¡Felicidades cariño, estoy orgullosa de ti! —Contesta viéndome a los ojos y mi respiración se detiene por unos segundos—. Seguro eso te diría esa mujer.
Sus ojos color avellana no demuestran nada más, así que me obligo a tranquilizarme. Duele tanto esta situación. Suspiro y contengo las lágrimas que amenazan con salir.
—Bueno Teresa, es hora de irme. Tengo una graduación a la cual asistir. Aquí te dejo otra tartaleta y uno de chocolate pero no te los comas todos de una sentada.
—Los esconderé del “pajarito” —responde mirándome con complicidad, esa que siempre recuerdo existía entre nosotros.
La miro dudoso ya que no quiero estropear el momento pero igual me arriesgo. Me acerco lentamente y deposito un beso cálido en su mejilla. Abre mucho los ojos y me mira fijamente por unos segundos.
—Tienes un rostro muy hermoso pero no sé a quién me recuerda.
—Tal vez en la próxima visita puedas decírmelo.
Ella asiente y su mirada se pierde nuevamente en el ventanal. Salgo de la habitación y me apoyo de la puerta, cierro los ojos y sonrío entre lágrimas «Haría cualquier cosa porque volvieras. Te amo»
Decido subir hasta el tercer piso y saludar al doctor Páez, él lleva el caso y es un buen amigo. Al llegar no lo encuentro y su secretaria me informa que espere unos minutos en su consultorio. Deambulo por éste porque los minutos se convierten en un largo rato. Se hace tarde y la ansiedad incrementa. Sobre el escritorio hay una revista y decido matar el tiempo leyéndola, una de las páginas llama mi atención porque está marcada. La abro y leo:
«Investigadores de Minnesota (E.E.U.U) han conseguido acabar con el Alzheimer de una mujer de 35 años inyectándole dosis masiva de una planta llamada “planta del recuerdo”, modificada genéticamente en laboratorios. Según cuentan los especialistas la planta solo crece y se consigue en Canaima-Venezuela»
 —¿Juanjo? —Escucho detrás de mí—. Disculpa que te haya hecho esperar… ¿Te encuentras bien?
Me giro y lo miro, seguro me hace la pregunta porque mis ojos están abiertos como platos y mi respiración es acelerada.
—Por primera vez en mucho tiempo creo que sí, que todo estará bien —respondo incrédulo y él mira la revista que tengo en las manos.          Me da un apretón en el hombro.
            —No quiero perder la esperanza de que en algún momento aparecerá la cura para esa enfermedad —dice serenamente—, le pregunté a varios colegas y todos respondieron que no existe tal planta—. Se sienta en una silla frente a mí.
            —Debo investigar sobre esto.
            —Perderás el tiempo.
            —¿Y si es real? —Pregunto desolado—. ¿Contactaste a estos investigadores? ¿Conseguiste el testimonio de la mujer negando que está curada?
            —Juan Josué, creo que no vale la pena.
            —No —me levanto con el humor desvanecido—. No quiero escuchar de nuevo que te das por vencido. Hablo en serio, Damián. Hay que investigar bien sobre esto.
            —Te estoy diciendo que ya lo hice.
            —Pero no has puesto todo tu esfuerzo.
            —¿Y qué quieres? ¿Que haga un milagro? Bien, pues estoy aquí para decirte que las cosas no funcionan así.
            —Déjate de estupideces —refuto—. Yo no estoy pidiendo milagros.
            —Déjate de estupideces tú —continúa en tono acusador—. La planta no existe, el artículo es falso ¿Quieres investigar más? ¡Adelante! Cuando te canses quizás puedas ir hasta Canaima e ir preguntando de indio en indio a ver que te contesta.
            Estoy a punto de marcharme, no estoy de humor para tolerar su sarcasmo pero me detengo en seco y él me mira con extrañeza ¿Saben de esos silencios que se crean de vez en cuando, esos que cada vez se hacen más grandes y que, a medida que se hacen más grandes la persona frente a ti va abriendo poco a poco sus ojos porque te conoce muy bien?
            —¡Demonios! ¡Ni se te ocurra! —Exclama irguiendo la columna—, ¡Piensa en Teresa, no puedes dejarla sola! ¡Te conseguí empleo en una de las mejores clínicas del país! —Dirijo toda mi atención a Damián, que deja de hablar al ver la resolución en mis ojos.

             —Tú cuidarás bien de ella porque… yo iré a Canaima y conseguiré esa planta.

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